“El verdadero carácter de una sociedad se revela en el trato que da a su niñez” Nelson Mandela
María nació aquel inolvidable marzo de 2.020 y del hospital fue directa a un centro de acogida. Nunca ha visto un adulto sin mascarilla, puesto que las medidas covidianas no contemplan excepciones. Al igual que otros miles de menores que viven en estos centros, no tiene la posibilidad de mirar el rostro completo de sus cuidadores.
Pedro camina hacia su trabajo con la cartera en la mano y el corazón encogido. Intenta, como cada mañana, que el placer de ser maestro se abra paso en una escuela con olor a desinfectante y a gel hidroalcohólico, en la que está prohibido jugar a la pelota, cantar, acercarse, compartir, celebrar fiestas y tocar la flauta. Al llegar a clase, una alumna cuya sonrisa no puede ver, cruza la línea de “RESPETA LA DISTANCIA DE SEGURIDAD” que rodea su mesa de profesor y le da un abrazo de buenos días. Pedro lo recibe con emoción y un poco preocupado de que este contacto prohibido se convierta en queja al llegar a oídos de algún padre o compañero.
Alejandro tiene dieciocho meses y está en lista de espera de Atención Temprana. Es uno de tantos niños que desde el confinamiento ha mostrado cierto retraso en su desarrollo. A su familia le gustaría llevarlo a una clínica privada pero no pueden pagarlo, su economía está muy afectada por las restricciones sanitarias.
Soraya prepara cada mañana la mascarilla de su hijo y le recuerda que la utilice correctamente, no celebró su último cumpleaños, dejó de llevarlo a extraescolares y llevan meses cumpliendo el distanciamiento social, lo peor de todo es no ver a los abuelos. Está orgullosa de la actitud del niño: no se queja porque le ha explicado que se necesita colaboración de todos para salvar vidas. Anoche recibió la llamada de una amiga de Bélgica, que le cuenta con asombro que allí se considera perjudicial el uso de mascarilla hasta los doce años, que nunca se les ha confinado ni han cerrado los parques y que a los niños se les permite hacer vida prácticamente normal, partiendo de los hechos de que contagian menos que los adultos y que su infección suele ser leve. Al colgar Soraya se pone a llorar, se plantea por primera vez que tantas restricciones en España y tanto sufrimiento para su hijo no tenga justificación.
Tal vez no se llamen María, Pedro, Alejandro o Soraya pero son historias de nuestro tiempo que no aparecen en los medios de comunicación. Las consecuencias a largo plazo de estas vivencias son desconocidas, lo que sí sabemos es que se cuentan por miles los menores que desde hace un año se ven afectados con retrasos en el lenguaje, dificultades académicas, adicción tecnológica, reducción del ejercicio físico, fobias, pesadillas, depresión, ansiedad, irritabilidad, sobrepeso, baja sociabilidad o tristeza.
Ahora que se empieza a hablar de ayudas para la recuperación de los sectores damnificados, de fondos europeos y de desescalada progresiva, no podemos olvidarnos de la infancia. Los niños no se quejan, es nuestro deber reconocer sus necesidades, defender sus derechos y proporcionarles bienestar. Es momento de reflexionar sobre los perjuicios de esta situación para los más pequeños y preguntarnos cómo vamos compensar todo lo que han vivido y lo que han dejado de vivir.
Es necesaria una desescalada para la niñez, que traiga de vuelta la naturalidad en los colegios, el alboroto de los parques, sus sonrisas desdentadas y sus carreras que terminan donde empieza el paso de cebra. Una desescalada en la que los niños vuelvan a ser ese rayo de sol que ilumina las ciudades, que despierta la simpatía de los jubilados, el guiño de los policías, la generosidad de los vendedores, el sueño de los jóvenes de formar una familia, la vocación de los maestros, el gozo de los abuelos y la esperanza de nuestra sociedad.
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